Crónica | Voces que la amnistía quiere silenciar
El 15 de diciembre de 2022, en Ayacucho, la pista del aeropuerto se convirtió en un campo de muerte. Entre el humo de los gases lacrimógenos y el silbido de las balas, cayeron jóvenes, padres de familia, incluso menores de edad. Las madres que corrían para buscar a sus hijos los encontraron tendidos en el suelo, sin vida, víctimas de una represión que aún no encuentra justicia.
“Mi hijo solo pasaba por ahí, no estaba protestando. ¿Por qué le dispararon?”, repite entre lágrimas doña Rosa, madre de una de las víctimas. Su testimonio, como el de decenas de familias, contradice la versión oficial que intenta justificar lo injustificable: que todos eran violentistas, que todos eran culpables.

Entre diciembre de 2022 y febrero de 2023, tras la destitución de Pedro Castillo, las protestas sacudieron al país. El saldo fue brutal: 49 muertos y más de un centenar de heridos. Jóvenes baleados en la cabeza y en el pecho, cuerpos que no tuvieron tiempo de huir. La Policía y las Fuerzas Armadas actuaron con un poder desmedido contra ciudadanos que reclamaban en las calles.
Hoy, mientras esas familias siguen buscando justicia, el Congreso avanza en el camino contrario. El primer vicepresidente del Parlamento, el fujimorista Fernando Rospigliosi, declaró abiertamente que respalda una amnistía para los militares y policías procesados por estas muertes. Lo dijo sin titubeos, como si la sangre derramada fuera un detalle menor. “Claro que sí”, respondió cuando le preguntaron si apoyaba liberar de responsabilidad a los uniformados.
El legislador insiste en que aquellos efectivos “defendieron al país” y que quienes murieron “participaban” de las protestas, minimizando los testimonios de madres y padres que vieron a sus hijos caer mientras escapaban de la represión. “Todos dicen que solo pasaban por ahí. ¿De qué estamos hablando?”, declaró con desprecio, como si los cadáveres fueran parte de un invento colectivo.
Pero la Fiscalía de la Nación presentó acusaciones por homicidio y lesiones graves contra Dina Boluarte, exministros y altos mandos policiales y militares. La evidencia es clara: hubo disparos letales a la multitud, hubo órdenes superiores que permitieron ese nivel de violencia.
A pesar de ello, Boluarte promulgó la reciente ley de amnistía, en medio de ceremonias cargadas de símbolos militares, ignorando la exhortación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Una firma que cayó como un balde de agua fría en los hogares de Juliaca, Ayacucho y Andahuaylas. “Nos mataron a nuestros hijos y ahora quieren perdonar a quienes dispararon. ¿Y nosotros qué? ¿Nuestra vida no vale?”, pregunta un padre en Juliaca que aún conserva el retrato de su hijo con el uniforme escolar.
El país carga con una larga sombra: el conflicto armado interno que dejó 69.000 muertos entre 1980 y el 2000, donde tanto el terrorismo como el Estado cometieron atrocidades. La Comisión de la Verdad y Reconciliación advirtió que nunca más debía repetirse esa impunidad. Sin embargo, la historia vuelve a abrirse en carne viva.
Las marchas fueron reprimidas con fuego real. Hubo abusos, hubo excesos, hubo jóvenes asesinados por pedir cambios en un país fracturado. Ahora, la amnistía amenaza con borrar sus nombres de la memoria oficial y con blindar a los responsables.
Mientras tanto, en las provincias, las familias siguen encendiendo velas frente a las fotos de sus muertos. Porque saben que si la justicia los olvida, al menos ellos no lo harán.
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